El duelo es el precio que se paga por amar

Lo primero que hay que saber sobre el duelo es que es un proceso. Es un proceso activo y natural.

Las personas nos construimos de experiencias y nos alimentamos de otras personas. Cuando alguien falta repentinamente sentimos que se corta una fuente de nutrición.
Cuando un ser querido muere genera un estado de vacío que puede romper la vida del que se queda. Un nuevo estado ante el que, antes o después, hay que empezar a reconstruirse.

Dependiendo de los autores en los que nos fijemos se describen entre 3 y 6 fases. Hay que tener en cuenta, además, que cada persona tiene su propio proceso por lo que estas fases pueden no darse de manera lineal y solapar en muchas ocasiones.

En lo que todos coinciden es en distinguir dos momentos diferentes. El momento del no y el momento del . El momento del no hace referencia a esas fases iniciales donde prima la dificultad en aceptar la pérdida. El momento del normalmente es posterior y empieza con la aceptación.

Dentro de este momento del no, la primera fase es la del shock o embotamiento. Son los primeros momentos tras la pérdida. El cerebro entra en un estado de shock que ralentiza todo el organismo. En este momento no se es capaz de nada, ni de tomar decisiones, ni de pensar, ni, en muchas ocasiones, tan siquiera de llorar. Esto responde a la necesidad de ir despacio, de asimilar lentamente la realidad. Se ponen en marcha los mecanismos de defensa necesarios para no romperse de golpe ante un impacto tan fuerte.

La siguiente fase incluye comportamientos de búsqueda y anhelo. Se fluctúa entre la apatía y la rabia. La apatía habla de la falta de sentido; el doliente ¡no quiere! vivir sin su ser querido y lo busca, lo ve, lo oye, lo siente presente físicamente.

La rabia, por otro lado, se enciende ante la necesidad de controlar algo incontrolable. El doliente puede enfadarse con cualquier aspecto de su entorno (personas y sucesos pasados o actuales), en la necesidad de obtener respuestas donde no las hay o en la necesidad de no caer en la tristeza o en el dolor total.

También puede aparecer la culpa con todo su furor; si yo hubiera…, no tenía que haber…, si esa mañana no hubiera… Esta culpa tan irracional puede responder a la necesidad de sentir algo de seguridad en una situación de tremenda vulnerabilidad.

Todas estas emociones son funcionales en este momento, informan y protegen al doliente del sunami que lleva por dentro y habrá que ir dejando que salgan.

El trabajo en estas fases consiste en empezar a tomar conciencia de cuáles son los mecanismos de evitación. No para juzgarlos ni aniquilarlos, sino para legitimarlos, respetarlos y mirarlos con suavidad. Es importante darse permiso para expresar lo que va sucediendo. Ir al ritmo que la persona necesita.

A medida que se va avanzando en este proceso, el doliente empieza a darse cuenta de que el ser querido no va a volver y empieza a conectar con todo su dolor. Es un momento muy difícil ya que parece que se empeora, justo cuando el entorno empieza a demandar mejoría. En estos momentos es probable que las personas que le rodean, con muy buena intención, traten de animarle y de apoyarle ofreciéndole formas de airearse y disfrutar. Pero el doliente en este momento todavía se está dando cuenta y necesita vivir su proceso a su manera.

Es cuando se entra en la fase de aceptación, en estos momentos predomina la tristeza y la conciencia de pérdida. Otra vez aquí es importante expresar y aceptar los sentimientos. Además, es el momento de empezar a buscar significados. No desde el porqué, sino desde el para qué; ¿quién se ha ido para mí?, ¿qué me aportaba?, ¿en qué lugar me deja?, ¿qué me está faltando? En muchas ocasiones empieza a surgir la arrasadora conciencia de soledad.

Esto lleva a la necesidad de reorganizar la nueva forma de vida. Tanto en los aspectos externos como internos. El doliente se hará plenamente responsable de su camino e irá encontrando la forma de volver a vivir. Es posible que empiece a establecer relaciones sociales y de ocio, volviendo a estar presente en su entorno. Esto debe ir acompañado de un recolocamiento interno de la persona fallecida. Es la transformación del dolor en emociones que ya no duelen tanto. Conlleva separarse de lo más físico o material que se guarda del ser querido para ubicar su recuerdo en un lugar interior, donde reconforte y traiga serenidad y paz.

Todo este proceso se empapa de las características individuales de cada persona, sus formas de vincular y de relacionarse, como también de las circunstancias de la muerte. No es lo mismo un proceso de enfermedad en el que se puede llegar a abordar una despedida que una muerte violenta o repentina.

Ni que decir tiene que los procesos de duelo son tan inevitables como naturales. Todos los que amamos tendremos que enfrentarnos a ellos en alguna ocasión ya que, de alguna manera, el duelo es el precio que se paga por amar.

A principios de octubre comenzaremos un grupo terapéutico de trabajo en duelo. Si te interesa trabajar una pérdida o conoces a alguien que lo pueda necesitar, por favor, reenvíale esta información.

Eva Garcia y Marta Villacieros


1 comentario

Rock · diciembre 6, 2018 a las 1:40 pm

Excelente!

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