Hace unos días falleció la madre de Armel y tuvimos la suerte de poder ir a verle y darle un abrazo. Abrazo que se convirtió en un viaje y un gran aprendizaje. Nos contó cómo se vive el duelo en su cultura. Cómo y dónde ponen el valor en su tradición. Los dos momentos grandes son el nacimiento y la muerte. Ambos se viven en comunidad, en compañía. Tanto en uno como en otro los conflictos se desarman y se celebra la vida. Con la misma intensidad y con el mismo sentido.

La celebración del nacimiento la entendemos bien los europeos. Pero, ¿qué nos pasa con la muerte que la vivimos como fracaso y como tabú? ¿Cómo es que para nosotros es algo a esconder? ¿En qué momento dejamos de celebrar el gran éxito que es haber vivido la vida? Sea larga o sea corta, ahí hemos estado para vivirla. Y de alguna manera, quedamos vivos en los corazones de las personas.

Para Armel, su familia y su comunidad está claro que hay que llorar la muerte. Y que hay que llorarla en compañía. Con sostén, con apoyo. No se esconde. Se comparte. Todos los amigos y familiares se van acercando a la casa, se quedan incluso a dormir, pasan horas, se abrazan, lloran. Se suelta el dolor. Con calma, sin prisas. Dando espacio, dando tiempo. Con todo el cuerpo. Una maravilla. Dolorosa pero maravillosa. Transformadora. Cuando se puede llorar con intensidad se puede reír de la misma forma.

Viven la despedida como proceso. No se consigue con el primer llanto. Duele mucho y mucho tiempo. El corazón se estruja. Por eso cierran la habitación de su madre y la guardan en una morgue. Necesitan tiempo antes de lograr despedirse. No se fuerzan a hacerlo. Se permiten hacerlo. Puede ser 1 mes, pueden ser 2. Da igual. Lo que necesiten hasta que todos han tenido mucho tiempo para llorar, rabiar y patalear.

Porque las cosas de palacio van despacio.
Porque esto es honrar y celebrar.
Porque es imposible no echar de menos.
Porque duele y tiene que doler.
Porque el dolor habla del amor.
Porque si queremos vivir y respirar a tope el amor tenemos que poder vivir y respirar a tope el dolor.
Porque se lo merece ella y se lo merece su familia. Se lo merece cualquiera que crea en la humanidad.

Después de ese tiempo llorando se reúnen en la casa de la fallecida. Se juntan para hablar de ella, contar anécdotas sobre ella. Se da otra vez espacio para que el dolor salga. Quien lo necesita tiene oportunidad de seguir soltando dolor. Hay mucha generosidad en este proceso. Generoso como es la vida en si misma. Se abre la habitación que estaba cerrada. Se reparten sus pertenencias. Se le da otra vida a lo que fue suyo.

De esta manera se honra su vida que no acaba. Este es el tránsito. Cuando se juntan todos son 9 días, como los 9 meses de embarazo. Se ponen en el mismo lugar de sentido, de importancia y de valor un nacimiento y otro. Esta vez a la Eternidad.

Ella vive ahora en otro lugar. En otro espacio y otro tiempo. A partir de aquí ya no se permite el llanto ni la lamentación. A partir de aquí todos se rapan la cabeza simbolizando esta nueva vida. Lo viejo ya no existe, solo existe lo que está por surgir.

Necesitan tiempo para decir adiós al tiempo y modo en el que han conocido hasta ahora a su madre. Porque quien no dice adiós no puede decir hola. Eso sí. Cuando lo logran hacer, es real. Conectan con la plenitud de la vida vivida con mayúsculas. Y esto no tiene vuelta atrás. Este es el gran sentido del proceso de duelo.


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